Vivimos en una era marcada por la saturación de información, muchas veces contradictoria, pero con una notable escasez de conocimiento confiable. En un contexto de desconfianza pública y difusión descontrolada de datos no verificados, el país posee un recurso estratégico subutilizado: el conocimiento riguroso y validado generado en sus universidades. A menudo, este saber queda confinado a círculos académicos restringidos, mientras las decisiones cruciales para el futuro de la sociedad se toman sin respaldo de la mejor evidencia disponible.
Ante esta realidad, la premisa es clara: las universidades, especialmente las ubicadas en regiones, representan fuentes fundamentales de conocimiento relevante para los desafíos de Chile. Sin embargo, para que este conocimiento impacte efectivamente en las decisiones del país, se requiere un compromiso doble: que las universidades fortalezcan sus mecanismos de difusión y que la sociedad civil las perciba como aliadas estratégicas.
La persistente desconexión constituye el primer argumento. Anualmente, nuestras instituciones producen investigaciones de alto calibre que abordan problemáticas críticas. A pesar de ello, esta evidencia, mayormente financiada con fondos públicos, rara vez incide sistemáticamente en las decisiones de autoridades locales o líderes comunitarios. Seguimos debatiendo sobre políticas públicas en salud, economía o medio ambiente basándonos en intuiciones o ideologías, relegando el conocimiento potencialmente disponible en los campus universitarios cercanos.
En este contexto, la ciencia abierta emerge como una oportunidad esencial. Este enfoque busca que los datos, métodos y resultados de una investigación sean transparentes y accesibles para toda la sociedad, no solo para especialistas. En un entorno propenso a la desinformación, la ciencia abierta garantiza credibilidad al permitir que cualquier persona interesada comprenda cómo se llegó a un hallazgo, fortaleciendo así la confianza pública. La ciencia abierta no es solo un método; es un pacto de confianza entre el conocimiento y la sociedad.
El valor del conocimiento con pertinencia territorial generado en las regiones constituye el tercer argumento. Este saber responde a desafíos concretos y tiene impacto directo en la toma de decisiones locales. Por ejemplo, el Laboratorio de Planificación Territorial de una universidad produce cartografías de riesgo volcánico e inundaciones que son vitales para los gobiernos locales. Estos datos informan directamente sobre dónde construir viviendas seguras y trazar rutas de evacuación cruciales para salvar vidas. Asimismo, análisis sobre crisis hídricas realizados por universidades en el norte han sido fundamentales para decisiones informadas sobre el uso del agua.
Por lo tanto, se hace un llamado a la acción en dos direcciones. A las instituciones universitarias se les insta a ir más allá de la academia y fortalecer sus capacidades de comunicación pública, crear repositorios de datos abiertos y establecer alianzas efectivas con actores locales para que su conocimiento sea útil y utilizado.
A la sociedad civil —tomadores de decisiones, organizaciones y ciudadanos— se les invita a considerar a las universidades como centros de pensamiento al servicio del país y sus necesidades. Se les anima a acercarse, preguntar y exigir evidencia. Demandar evidencia no es un acto desconfianza; es un acto supremo de compromiso cívico. Las puertas universitarias están abiertas para colaborar.
Es momento de que la colaboración entre ciencia y sociedad sea el pilar para construir un futuro más equitativo, próspero y basado en el conocimiento. Es una tarea en la que todos tenemos un rol fundamental.
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